La ciudad estaba desierta.
No quedaba un alma,
no resonaba un suspiro.
Atrás los restos
de naufragios de amores,
de esperanzas debidas,
de fes caducas.
La lluvia regaba cada rincón:
las soledades,
la inmensidad de tantas
melancolías,
de las almas errantes.
La ciudad estaba bella,
triste pero eterna.
Radiante, serena.
Como un suspiro
que no se agota,
como la inquebrantable
lentitud
de un domingo,
marcha rutina
de este peregrino
1 comentario:
Muy bueno, Pablo! Me encanta!
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