Ella subió al taxi segura, decidida, como una puerta que se cierra de golpe sin un resquicio de luz.
Él la siguió con la vista, sereno, con la indiferencia del alma escapándose de sus manos, con la certeza de la melancolía anunciada.
El destino les separaría en poco tiempo, pero ella no pudo soportarlo. Ella, la dulce soñadora, la sonrisa eterna, cegada por la luz de una desesperanza, por la muerte hecha retazos en un reloj de arena. Ella, que le arrojó a la realidad de anticipar el fracaso, de hacerle el trabajo sucio a ese destino, que en los días más soleados, sigue destiñendo amaneceres.
La vida se les fue de las manos porque ella perdió la fe, porque él no pudo contra la tempestad de su indiferencia, de un dolor que fue más intenso de lo que hubieran sido los últimos días.
Algunos dicen que aún grita su nombre, en la oscuridad de un apartamento lejano, abrazando la cámara, aquélla en la que él fue retratado tantas noches, o tan pocas, pero eternas.
Algunos dicen que él no fue el mismo, aprendió de los errores, evitando las tristes miradas pidiendo auxilio, buscando los corazones tenues por los que la vida sí te permite luchar, por la esperanza de un cuerpo dispuesto a compartir cada tempestad.
Pero mis pasos nunca me cruzaron con ellos, ni los que fueron, ni los que son. Tan solo me quedan estos recuerdos, pasados por tantas manos, y no alcanzo a entender qué de todo esto fue historia, qué fue real. Aunque en cada taxi, en cada despedida, un gesto, una señal, una estela se arrastra, como si ella aún estuviera allí, arrojándose al vacío, de nuevo en otra despedida.
1 comentario:
Me gusta, aunque me ha dejado una sensación como de desasosiego...
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